EMPOTRADA EN EL INFIERNO
ÁNGEL SILVELO
1º PREMIO DE RELATO CORTO DEL CENTRO DE LA UNED DE CARTAGENA 2010
Estoy empotrada en el infierno. A medio camino entre el desierto y las inmensas montañas que circundan la cordillera del Indu Kush. En un lugar que no entiende de leyes, y donde las reglas las marcan Alá y el Corán. Me reconforto escuchando el sonido del viento, porque quiero pensar que su susurro me trae tus palabras, esas que articulas a media voz cuando me dices que me quieres antes de que nos acoja el sueño. Tu recuerdo, y el placer de una ducha al final de la jornada, me hacen olvidar el lugar en el que me encuentro, una base del ejército estadounidense en Panshir. Sin embargo, nadie me creería si le dijese que, de todas las intensas emociones que he vivido hoy, la que más me ha impactado es la que acabo de tener hace cinco minutos en las duchas para mujeres de la base. Yo la miraba con disimulo, como una niña pequeña que desconoce aquello que ve. Admiraba su belleza sin perder un ápice de sus movimientos. Ily atesora una silueta atlética plagada de grandes dosis de erotismo. Enseguida me he dado cuenta que está acostumbrada a mostrar su desnudez delante de otras personas. Una desnudez bella y fibrosa a la vez. Siento envidia de la naturalidad con la que se desenvuelve delante de mí, una chica que solo se ha expuesto así delante de sus novios, pero en contextos totalmente diferentes. Estoy turbada ante la contemplación de tanta belleza, sin duda, una obra de arte en movimiento o una perfomance sin barreras. Cuando salgo de los baños,mi sentido del deber me aleja por un momento de mis sentimientos y vuelvo a pensar, no sin esfuerzo, en mi trabajo. Esta vez, mi mirada ve a la capitán Ily Fernández, y no a una hermosa compañera de duchas crepusculares. Desde que he llegado a este final de trayecto que es Afganistán, ella ha sido mi más fiel compañera. Siempre atenta a las necesidades de una periodista de campaña, aunque con cierto recelo a la hora de mostrarse tal y como es en realidad con el resto de sus compañeros. Mi misión aquí será dinamitar esa barrera y conseguir que ella se sienta cómoda a mi lado, justo como cuando estaba hace unos minutos en la ducha. Al regresar a nuestra habitación, intento salvar la distancia entre nosotras.
—¿Sabes una cosa Ily? Lo que más me ha sorprendido antes de tomar tierra es que Kabul vista desde el aire se asemeja a cualquier barrio residencial estadounidense. Todo lleno de casas alineadas con su pequeño jardincito y algún árbol diseminado dentro de ellos.
—Es verdad, desde el aire todo parece un hermoso cuento de hadas.
Ella me lo dice como si ya lo hubiese pensado, de ahí, que decida cambiar de estrategia y le hago una pregunta personal.
—¿No echas de menos a tu novio?
—Claro que le echo de menos, pero a mí me han enseñado un ideal por encima del amor, y es el deber a mi patria.
—¿Pero tú no eres portorriqueña?
—Sí, pero yo me siento norteamericana. Mi historia no es muy diferente a la de muchas personas que se encuentran huérfanas de un sentido en la vida. En mi caso, hasta que llegué a los EE.UU. nunca sentí el deseo de ser yo misma. Ya me entiendes, tener algo por lo que vivir.
Desde que he llegado aquí, Ily no para de sorprenderme, y realmente me cuesta creerme que este agujero sea lo que le da sentido a su vida.
—Ily, ¿eso es lo que te ha traído hasta aquí?
—Supongo que todo se debe a un cúmulo de cosas. La primera de ellas fue, sin duda, el hecho de incorporarme al ejército. Cuando yo lo hice todavía no había un gran número de mujeres en sus filas y mucho menos oficiales. Mis compañeras y yo fuimos objeto de múltiples vejaciones en la Academia Militar. Ellos no querían ponérnoslo fácil, porque si no te has dado cuenta todavía, tanto aquí como allí, una cosa es lo que digan las leyes y otra el día a día que sus grandes principios conllevan. Por eso, cada vez que veo a una de esas niñas con un pañuelo que les cubre la cabeza pienso en lo importante que es mi misión, y el sentimiento de lucha que me hizo fuerte en la Academia me impone una nueva lucha, que en este caso yo identifico como devolverles la libertad de poder quitarse ese pañuelo a estas niñas cuando se conviertan en las futuras mujeres afganas.
—Pero no crees que el pueblo afgano tiene unas costumbres, y que los occidentales deberíamos respetarlas.
—Yo pienso que la libertad en su elección es mucho más importante que sus costumbres. Ellos solo entienden de poner bombas y matar gente.
—De acuerdo, pero vosotros habéis invadido su país.
—Creo que te olvidas que hay una resolución de la ONU que ampara no solo nuestra presencia aquí, sino la del resto de países, entre ellos el tuyo. De todas formas, no te preocupes, enseguida te darás cuenta que este es un país de locos y en poco tiempo cambiarás de opinión.
No se lo digo a Ily, pero me parece imposible que mis principios cambien por estar aquí cuatro días.
—Reconozco, que estando aquí, tienes todo el derecho a ver las cosas de una forma diferente.
Dejo ahí la conversación, porque no quiero perder el bienestar físico y mental que me invade. Nunca pensé que podría liberarme del recuerdo de los quince kilos del chaleco antibalas que me ha acompañado durante todo el día. En las cuatro jornadas que voy a pasar aquí, él será, junto a Ily, mi más fiel compañero, incluso cuando duerma en mi saco de dormir y esté bajo el cobijo de la oscuridad de la noche. Termino de vestirme y salgo fuera con la idea de seguir escuchando el susurro del viento buscando en él alguna de tus palabras que me proporcionen un poco de consuelo. Lo necesito, sobre todo, después del largo viaje que me ha llevado hasta esta tierra árida y llena de olvidos. Después de terminar mi primer día de convivencia con las tropas estadounidenses creo que Afganistán es un lugar que se asemeja mucho a la idea que mi cerebro tiene del infierno. El terreno es inhóspito, apenas hay vegetación, y el viento tiñe de tristeza la mirada de sus habitantes. ¿Qué hago aquí? En principio, debería mostrarle a ese mundo que se encuentra plagado de semáforos y pasos de cebra, cómo viven la guerra las mujeres militares del ejército americano. Afganistán es un espacio en el que nadie querría estar y que sin embargo yo acepté encantada. Mi lado de heroína enseguida salió a la superficie, entre las aristas de la mujer burguesa y cosmopolita que llevo dentro. ¿Cómo entenderán las mujeres de la revista a las que va dirigido mi reportaje las palabras y las sensaciones de una extraña en tierra ajena? Me meto de nuevo en el barracón, porque no quiero que Ily salga a buscarme. Hago todas estas anotaciones lo más rápido que puedo en mi libreta de trabajo, ayudada por la tenue luz de una linterna de petaca con la esperanza de que me sirvan para el reportaje. Pero mi último pensamiento es para ti.
En mi segunda jornada de estancia en el infierno, dejamos la base de Panshir para adentrarnos en una de las aldeas cercanas donde el ejército americano está llevando a cabo la reconstrucción de una escuela local, en lo que ellos denominan como Equipo de Reconstrucción Provincial. En cuanto llegamos al lugar Ily baja del cuatro por cuatro y me indica que la acompañe sin separarme mucho de ella. Enseguida me doy cuenta de que le gustan los niños, juega con ellos y les da chocolatinas y chicles mientras intercambian unas sonrisas. En Afganistán, que según la UNICEF, es el país más peligroso del mundo para nacer, arrancarle una sonrisa a un niño es todo un éxito, aunque sus rostros reflejen la facciones de alguien que todavía siendo un niño ha dejado de serlo. Yo les miro a los ojos y veo mucha tristeza, pero sobre todo, soledad y desamparo. Me gustaría acercarme más a ellos y dejar a un lado mis cámaras fotográficas y mis miedos para darles un fuerte abrazo, pero la capitán Fernández, nada más abandonar la base, me ha recordado dos cosas que no debo olvidar en toda la jornada; una, no quitarme el pañuelo que cubre mi rubia cabellera; y otra, nada de contacto físico con los afganos. Yo no le digo nada, pero pienso en la tensión que se apodera de la aparente e inexistente normalidad. No hace falta más que fijarse en cómo nos miran mientras avanzamos en la inspección de las obras de construcción de la escuela. Son miradas que traspasan, sobre todo las de los hombres afganos que no paran de mirarme, lo que me hace sentir incómoda. No sé si se debe a que soy nueva o rubia, o simplemente que mis pantalones ajustados dejan adivinar mis piernas. Me olvido de los afganos y me quedo pasmada al comprobar cómo Ily se desenvuelve en el dialecto local, lo que nos permite rebajar la tensión y abandonar el contacto visual para explorar el verbal. Todo parece normal y espontáneo, pero cuando vuelvo al cuatro por cuatro me doy cuenta que no lo es, pues cerca de doce soldados han estado custodiando cada uno de nuestros movimientos. De vuelta a la base entablo conversación con la sorprendente capitán en el reducido espacio del vehículo que nos lleva, lo que sin duda, nos permite tener mayor intimidad que el día anterior a pesar de que no estamos solas, un detalle que las dos parecemos obviar.
—¿Cuántas mujeres sois en la base?
—En esta debemos estar cerca de cincuenta.
—¿Qué tal se lleva ser mujer en el ejército americano?
—A nosotras nos han enseñado que no existen diferencias entre hombres y mujeres en el ejército.
—Pero debes admitirme que sois muy pocas en comparación con los hombres.
—Aquí estamos las que queremos estar. Los mandos no ponen pegas para que la que quiera venir deje de hacerlo. Si quieres venir y estás preparada, pues adelante.
—Y no se te hace duro.
—Bueno, lo puedes ver tú misma, aquí la vida no es fácil, pero ya te dije ayer que en nuestra formación son muy importantes los ideales y tener muy claro para qué estás aquí. Hoy has podido ver que no todos son disparos y detenciones.
Lo que le sirve a Ily para afianzar sus principios delante de mí y de los compañeros que nos acompañan, como si ayer no me hubiese quedado suficiente claro aquello que la mueve en su vida. Pero yo no me rindo.
—Ily, si te digo la verdad no veo a muchas mujeres queriendo afrontar lo que tú soportas cada día. Sobre todo, si proceden del mundo occidental.
—Eso no quiere decir que no sean valientes. Fíjate en las mujeres afganas y verás que las formas son distintas, pero en el fondo, ellas también tienen unos ideales y una cultura que las hace aceptar su destino, y en ese sentido, ellas también poseen dignidad. Pero yo creo, que si tuvieran la libertad que tenemos nosotras, no se diferenciarían demasiado de ti o de mí.
—Puede que sea cierto, pero yo aquí no veo más que una meta: sobrevivir. Es como si hubiese ocurrido una hecatombe y todo fuese empezar desde cero. Me da la impresión que deberán pasar dos mil años para que estas mujeres disfruten de los derechos que nosotras tenemos ahora.
—Esa es una de las razones para las que estamos aquí, para acortar ese período de tiempo.
Mensaje recibido mi capitán, pero ahora probaré por otro flanco para ver cómo te comportas.
—Ily, ¿qué piensa tu madre de que seas militar?
—Ella me apoya, pero en el fondo yo sé que no lo entiende. Por mi expediente académico podría haber entrado en muchas universidades americanas y podría ganarme la vida de otra manera, pero yo quería otra cosa. No me seducía ir cada día a la oficina. Necesitaba más acción.
—¿Y el amor?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque imagino que debe ser muy duro estar tanto tiempo sin ver a tu familia, y sobre todo a tu novio.
—Él también es militar y está en Irak, lo que quiere decir que tampoco le podría ver ahora.
—Se me hace muy difícil creer que piensas así, y que lo veas todo tan claro o sencillo.
Llegamos a la base, donde nos espera una reconfortante cena. No falta detalle, hamburguesas, salchichas, pasta, costillas asadas, refrescos, zumos, café y canales de televisión con deportes y películas. Todo como si estuviésemos en casa, en EE.UU., claro. Ily me recuerda que coma todo lo que pueda, porque mi cuerpo necesita recuperarse y almacenar energías para la dura etapa de mañana. Y la verdad es que no hace falta que ella me anime, porque mi cuerpo me pide toda la comida que soy capaz de echarme a la boca.
Antes de caer rendida por el sueño y el cansancio pienso en ti y en la fuerza que me das aquí, cuando estoy sola en medio de la nada. Luego pienso en Ily y sus palabras, pero enseguida dejo de juzgarla y me limito a mirarla antes de que ella misma apague la débil luz de nuestro barracón, lo que no me impide ver, cómo después de rezar, coge una medalla que cuelga de su cuello, la besa y apaga la luz. No se lo digo, pero le doy las buenas noches en silencio.
Me despierta Ily con sus rápidos movimientos. Abro un poco los ojos y percibo que todavía no ha amanecido. Nada más verme, aparte de darme los buenos días, me recuerda que me ponga el chaleco cuando vaya a desayunar. Por más que todos me digan que no me preocupe, y que nunca pasa nada, yo no me creo ninguna de sus atentas indicaciones, porque hay tanta tensión en el ambiente que está a punto de estallar. Después de un copioso desayuno estamos listos para iniciar la marcha hacia los mercados cercanos a Pashir. Mercados es decir mucho, porque todo se limita a una serie de contenedores metálicos abandonados y oxidados de los que cuelgan unas telas a modo de toldo que protegen el interior de la fina arena que lo inunda todo. Lo que más me llama la atención es cómo los hombres protegen a sus mujeres —muchas llevan burka— de las miradas de otros hombres, mientras a ellos, se les va la vista tras los pasos de Ily y los míos, lo que como ayer, me hace sentir incómoda de nuevo, hasta tal punto que en esta ocasión sin necesidad de que me lo diga Ily me coloco el pañuelo tapando mi cabello rubio lo más que puedo, y me pongo mis grandes gafas de sol con las que tapo mis ojos de sus miradas indiscretas. Ily se da cuenta y me dice que no me ponga nerviosa en un castellano con acento caribeño. Una mujer afgana me ofrece un pan, y con ese gesto, me vuelvo a replantear el titular de mi reportaje. Ily me dice que lo acepte y le dé las gracias, aunque no me entienda. Me quito las gafas y me retiro un poco el pañuelo de la cabeza para que ella pueda acordarse de mi cara, pero enseguida Ily me pregunta qué hago y mi corazón de nuevo se bate en retirada. Pienso que al final ese será el recuerdo que me quede de esta experiencia exprés de mi estancia en un espacio en guerra soterrada. No sé por qué, pero desde que llegué, tengo la sensación de que algo va a ocurrir. Me alejo un poco del puesto en dirección a ninguna parte. Por primera vez en mucho tiempo necesito estar sola, pero noto como alguien me coge suavemente del brazo. Es Ily.
—Ily, ¿no te gustaría ser madre?
—En esta faceta, creo que mi vida no es muy diferente al tuya.
Reconozco que esta mujer tiene el poder de sorprenderme en cada una de nuestras conversaciones y, hasta el momento, ella siempre ha salido ganando.
—No te entiendo Ily.
—Es muy sencillo, si yo quisiera tener un hijo tendría que renunciar a ir destinada a las misiones internacionales y no podría abandonar la rutina de mi acuartelamiento en EE.UU. Eso por un parte, porque además, mis jefes dejarían de verme como un soldado más.
—¿Y en qué crees que esa situación se parece a la mía?
—Pues muy sencillo, si tú tuvieras ahora un hijo seguramente tu jefe no te habría mandado a cubrir este reportaje.
Una vez más ella me ha vencido. No me queda sino humillar y aceptar mi derrota.
—Quizá tengas razón, y en el fondo no seamos tan diferentes.
—Ves, creo que ahí también te equivocas, porque la mayoría de las mujeres cobran un tanto por ciento menos que los hombres por hacer su trabajo, y eso por ejemplo no se sucede en el ejército, porque aquí cobramos todos lo mismo, dependiendo del empleo militar y sin establecer diferencias en cuanto al género de quién ocupa el puesto.
—La verdad es que nunca me he planteado que yo estuviera peor pagada que mis compañeros, pero ya que lo dices, intentaré averiguarlo cuando vuelva a Madrid.
De acuerdo Ily, en el fondo mis privilegios son más limitados que los tuyos. Encima, estoy lejos de casa, empotrada en el infierno y descolocada por la imagen que tú me transmites en cada momento. No sé qué reportaje me va a salir. Mi planteamiento al venir aquí era el de una periodista dispuesta a comerse el mundo en cuatro días, aunque fuera en un escenario de guerra, pero no puedo creer que Ily me dé lecciones. Menos mal que mañana es mi último día en Afganistán, y después, espero volver a colocar la brújula otra vez en su sitio. Estoy tan abatida que no me apetece siquiera darme una ducha, pero no quiero que Ily me vea como a una sabionda periodista a la que ha vencido sin apenas proponérselo. Les debo un respeto a mis lectoras, y sobre todo a mí misma.
Son las cinco de la mañana, e Ily ayer me prometió que no me aburriría. De nuevo estoy subida en el cuatro por cuatro. Hoy llevamos víveres y provisiones a la base que se encuentra más alejada de Kabul. En apariencia todo es tranquilo, pero la radio del coche no deja de emitir mensajes y órdenes del comandante que encabeza la caravana. Como siempre, el enemigo está al acecho. Además, Ily está poco comunicativa, porque quizá piense que su trabajo conmigo ya ha terminado. La miro con disimulo, igual que el día de las duchas, pero hoy solo veo a un soldado con subfusil incorporado. No sé por qué, pero me la imagino bailando con su novio. En la fiesta de bienvenida que sus mandos les darán cuando acaben la misión. Es guapa y ella lo sabe. Mientras que distraigo mi mente con estos pensamientos tan lejanos al lugar donde me encuentro, el cuatro por cuatro se para de repente. Ily me dice que no me asuste. Solo nos quedamos ella y yo en el vehículo. La vuelvo a sentir cerca aunque no me mire. La espera es tensa y el corazón se me pone a mil, como a un conejito asustado. Al cabo de cinco minutos la voz del comandante vuelve a sonar por la radio, y todos los soldados vuelven a los vehículos y camiones. El viaje es largo y tedioso, lo que me permite volver a pensar en el reportaje y en alguna idea de última hora. Miro el cuaderno que me he traído para coger notas, y compruebo que está lleno de frases y pequeños dibujos. Intento hacer una esfera, pero no puedo, el convoy se ha parado de nuevo. Esta vez es una mujer con burka la que habla con el oficial afgano. El comandante dice algo por la radio que no entiendo. Le pregunto a Ily y me cuenta que la mujer viene a denunciar que van a lapidar a su hermana al otro lado de la colina. Algo ocurre en mi interior. Me quito las cámaras de fotos que llevo al cuello y el pesado chaleco antibalas. Le digo al conductor que pare el vehículo porque no me encuentro bien. Salto como una posesa y me voy lo más rápido que puedo hacia donde está la mujer afgana. Ily sale detrás de mí, pero no llega a cogerme. Se para y me grita. Yo me paro, y le digo que no voy a permitir que dilapiden a esa mujer. Ella me mira directamente a la cara y me dice: vamos.